Foto de un atardecer sobre el río Amazonas, tomada por: Katty Alexandra.
Un día y sin explicación sentí a Dios, fue un
dulce calor que llego a mi coronilla y se encendió como una llama cuya calidez
ardió y me sano con sus silenciosas palabras:
“Solo te amo, recuérdalo y así practícalo a
diario”.
“Perdona tan rápido como puedas y sobre todo a ti
mismo, en tu interior encontraras la benevolencia”.
“Acéptate y concilia con tus miedos. Llegaran a
veces momentos donde querrás volver a la agonía, mas es tu elección o no
escogerla”.
“Nada en la vida es tan valioso, pleno y poderoso
como lo que en tu interior guardas”.
“No temas nunca viajar rumbo a tu corazón”.
“Eres luz de alguna estrella, esas que cuando
mires al cielo te recordarán tu procedencia”-
Abrí los ojos escuchando su silencio y sentí
entonces una danza de ángeles a mí alrededor.
Así en su divina presencia fue inevitable no
brotaran muchas lágrimas de felicidad y así continuo:
“Tu pecado es no amar-te, reconocer-te,
conciliar-te y proyectar-te desde tu interior”.
“Al abrir tu corazón con la llave de tu alma, encontraras
seres tan variados como granos de arena existen y te hablaran en lenguas desde
las entrañas de sus culturas”.
“Me encontraras en el pan de cada día y en la
sagrada eucaristía, así recordaras el recinto de mis trigales y el vino de mis
viñedos”
“Todo lo sembrado ha sido creado desde la pureza
divina y dado con amor en el recinto sagrado del preciso instante de tu aquí y
ahora”.
“Los hombres y mujeres que bajo el sol los labran,
te entregarán los frutos de la tierra y el agua de sus patrias”.
Desde aquel día luego de sus palabras, sigo
encontrando a Dios en los templos, en la congregación de una iglesia, o en la
soledad de una sencilla casa cubierta de entrelazadas palmas.
El acompaña los juegos de los niños e ilumina las
sonrisas sin dientes de los ancianos a lo largo del río.
El ama el silencio porque sabe así por fin yo lo
escucho cuando me habla.
Cuando él lo hace, una luz siento en mi se
enciende y parece jamás se apaga.